domingo, 11 de agosto de 2013

9 Nada fácil es bueno

Hacía frio en el campus universitario y los Poncianos empezaban a perder sus hojas anunciando la llegada del invierno. Era viernes y Daniel pensó ir al cine. El domingo pasaría a recoger a sus hijos para almorzar, ir a un parque o al zoológico, para luego regresarlos a su casa: La casa de su esposa. Algo que nunca podría acostumbrarse pues siempre estaba pendiente de la hora de dormir de sus hijos. Hizo todo lo posible para tenerlos cerca, no descuidarlos, cerciorarse de que estuvieran bien. Sentía una extraña sensación de ‘mamá de los pollitos’, sobre todo cuando los temblores se sucedía a cada momento en Lima, justamente con cada cambio de estación.

  Él nunca pasó un terremoto o un temblor solo, y no quería que sus hijos estuvieran con su nana o persona extraña que no fuera él mismo. Algo que por su puesto, era irracional, pero para él, tenía sentido «Y me importa poco lo que piensen los demás», se repetía una y otra vez, aunque en el fondo, pensara lo contrario, quizás hubiera podido impedir separarse de ellos.

Cuando empezaba a sentir cierto escalofrío como quien encuentra una verdad dolorosa y difícil de esquivar, sintió que alguien se acercaba a él. Era Gloria.

-          Hola profe, ¿por qué tan tarde?
-          Bah, son las 7, voy al cine…
-          ¿Me invita?

Daniel no estaba seguro de hacerlo. Ella era su asistenta, no pasaba de 22 años: una niña, como lo fue su esposa alguna vez.

-          Te invitas sola –rió Daniel sarcástico.
-          Bueno, dice que va al cine y…
-          Voy en taxi. El centro comercial está cerca y al terminar la función, regreso y saco mi auto.
-          Hay una película que quiero ver.  Lo acompaño.
Daniel no le podía decir ni sí ni no; solo se dejaba llevar. El «bueno, vamos» le resulto algo así como, estoy solo, soy mayor y es como mi hija…
-          Me encanta hablar con usted, porque cada vez que descubro algo, usted ya lo sabe.
-          Es porque tengo más años, simplemente. – Dijo Daniel enfatizando el tiempo.

No es que lo supiera, simplemente eran los años. Daniel desde muy chico leía todo lo que le caía en sus manos: libros, enciclopedias, revistas y hasta posologías de vademécum farmacéutico. A los 25 años ya se había devorado a todos los autores del ‘boom’ latinoamericano y las obras completas en 100 tomos de literatura universal. Desde la Ilíada a la odisea, pasando por Hemingway, Steinbeck  y John Dos Passos. Aprendió algo de la redacción de Truman Capote, y de Henry Miller y sus Trópicos. Una vez escribió en su fase que le encantó a Gloria: «Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia». Así que cuando Gloria le habló de Milán Kundera, él le podía contar La Increíble levedad del ser, como si la hubiera escrito.


-          ¿Apuesto a que no conoce a Jorge Amado?
-      Me encantó Jubiabá, su primera novela; pero me quedo con Doña Flor y sus dos maridos. Gabriela, Clavo y Canela era una continuación. Mies Roja, Cacao y Uniforme, Frac y camisón de dormir, no, porque las consideraba obra de final de la vida de un escritor, como Memorias de mis putas tristes de García Marques y Memorias Don Rigoberto de Vargas llosa. Yo pienso que ellos no deben morirse nunca, sentenciaba.
-          Usted lo sabe todo, profe.

Daniel asombraba a muchos de sus alumnos así, pero él no se asombraba nada. Leer no era divertido: «He leído tanto y hasta ahora no sé para qué», se decía medio en broma y medio en serio. Por eso, su exesposa, quien casi lo idolatraba al escucharlo, y lo seguía con fervor casi devocional. «Mejor me cayo… no quiero recordar», mirando alrededor y cuidándose no hablar en voz alta.

En un ambiente académico Daniel era perfecto, salvo que la mayoría lo consideraba muy ‘alaracoso’ para ser intelectual. Cantaba y bailaba muy bien y por eso a veces lo llamaba figuretti o poco serio.

-          A mí que mierda – se le escapó.
-          Qué hice, profesor.
-          Nada, Gloria: pensaba y eso es mi problema…

Gloria se estaba acostumbrando de sus arranques de memoria auditiva. A veces, mientras trabajaban en multimedias o video, cuando esperaban que renderizaran las ediciones, Daniel hablaba solo. «No estoy loco – reía, y trataba de excusarse con un todo que nadie, ni él, podía creer-: Así soy: mejoro mi diálogo interior, pero a veces se me escapa», y reía. Al menos él sentía que con la explicación, lo dejaban de mirar como raro, y más un poco como algo excéntrico y solitario, sin dejar de ser divertido cuando de fiestas se trataba.

Uno de sus amigos le recomendó que escribiera y que soltara todo ahí, como una forma de catarsis, pero él lo consideraba algo absurdo escribir para leerse él mismo. Ya bastante tenía con auto convencerse, o intentar explicarse cosas que quizás jamás entendería, porque no era alguien a quien aconsejar. Podía ser bueno y hasta excelente profesor; pero un pésimo estudiante de su propia cátedra.

-          ¡Canchita! – exclamó Gloria con voz de niña, casi como el de su hija, al entrar al cine.

Regresaron a la universidad pasada la 10 y Gloria bajó del taxi detrás de Daniel.
-          Que el taxi te lleve a tu casa.
-          Quiero un café antes que cierren, profesor.

Daniel sacó su auto con «roche» de la universidad y estacionó cerca al café, que aún estaban abierto a esa hora y Gloria lo esperaba con un moca doble. Él se pidió un capuchino y empezaron a comentar la película. Para no monopolizar la conversación, como profesor, prefería hacer preguntas y Gloria contestaba como en un examen oral, pero con la confianza en no querer aprobar ni ser aprobada en nada. Y eso le encantó

-          Esa parte no la entendí; pero ahora que lo dices, sí: tiene lógica.

Daniel sintió ese «lo dice» muy familiar y casi como una falta de respeto. Miró a su alrededor, y se percató que de lejos, estaban dos profesores más que lo saludaron, como esperando a que voltee para darse con sus miradas de inquisidores. «Qué roche», se dijo.

-          ¿Te llevo a tu casa?

Gloria asintió con la cabeza y se paró, no sin antes ir al baño para arreglarse. Daniel esperaba y se pidió un pastel de menta y, cuando daba la vuelta, sus colegas desde sus respectivas mesas, brindaban con sus cafés. No sabía si acercarse o no, porque seguro empezaría con sus comentarios. Total, él estaba separado ya tres años y volver a salir con alguien no tenía nada de malo. Aunque gloria, con sus 23 años, prácticamente iba a ser considerado casi un pedófilo y le podía costar el trabajo.

Salieron del café y subieron al auto. El perfume de Gloria le llamó la atención, pero no quiso preguntarle: esos detalles es mejor olvidarlos.

-          ¿Tengo mala suerte en el amor, profe?

La pregunta era poco propicia, íntima y desafortunada en ese momento. Cuando hablaba con alguien de amor, terminaba hablando de sí mismo, o tratando de compararse, y eso, era lo peor.

-          Mi primera experiencia fue a los 14, profe, y nunca ha sido igual.

Daniel encendió el auto y Gloria hablaba y hablaba sin parar. Que se sentía feliz porque no sufría, que salía con quién quería y que todos eran iguales. Trabajo, universidad, casa, fin de semana con las amigas, amigos que conocer y cosas por el estilo hasta que:

-          Me gusta tu conversación.
-          No me tutees, Gloria.
-          Estamos fuera de la universidad, la noche es joven…

«Pero no virgen», se dijo para sí, sin dejar de reír.

-          Al menos por primera vez lo veo sonreír – y como preguntándose a sí misma, gloria remarcó:- Verdad: nunca lo he visto sonreír.

Daniel entonces supo qué hacer: apretó el botón.

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