viernes, 9 de agosto de 2013

6 Nadie es para toda la vida, porque nadie dura toda una vida.

DANIEL ENTRÓ A AULA DIEZ MINUTOS ANTES de comenzar la clase. Tenía un deseo de ver su correo electrónico, pero en clase y con el multimedia prendido, los alumnos verían con quién conversaba o qué recibía como mensajes. Y, aunque no tenía nada que ocultar, era lógico y hasta caballeroso, evitar que se violara, por negligencia o exhibicionismo, su intimidad comunicacional. Pero, abrió el buzón y ahí estaba: “Aviso de defunción”.

La esposa de Tomás Solórzano había muerto. Daniel los conoció siendo estudiantes. Una pareja encantadora, llenos de sueños compartidos. Se compraron un terreno en Chaclacayo y construyeron su vida ahí. “Velatorio en los jazmines 9976”. Todo un mundo de recuerdos, salidas en pareja, cine y playa juntos, hasta que la distancia prevaleció entre su amistad y la simple acción de vivir.
Apenas terminó la clase, Daniel subió a su auto y emprendió viaje al este, unos 30 kilómetros al otro lado de la dirección habitual. La carretera estaba libre a esa hora, pasada de 10 de la noche, y estaría llegando en 30 minutos. Daniel pensaba: «Una pareja envidiable, termina con uno de ellos, terminará con ambos luego.» No quería pensar en la muerte porque todo el tiempo hacía lo mismo. Después de los 50, es casi una obsesión para muchos y Daniel no era una excepción.

Al llegar, no podía estacionar: toda la cuadra estaba llena, así que le tomaría más tiempo ver a su amigo de los años universitarios. Cuando lo hizo, vio la casa y, lo que recordaba como un lote cercado por una pared de adobe, era todo lo contrario. Un muro blanco con tejas rojas. Al entrar, todo era verde. Unos quinientos metros cuadrados de jardín. Un ranchito lleno de verde y una casa, parecido a un pastel, en medio. Rodeado de ventanas de cristal, era todo al revés: parecía un invernadero, pero el gras japonés, pequeño y verde; los árboles frutales y las plantas que remataban en el zócalo de la casa, contrastaban bellamente: la casa estaba en el centro de ese jardín, como si fuera un paraíso.
Daniel miró con los ojos cansados y nubló la vista por un instante: era un cuadro impresionista. Un jardín en medio de la gente que a esa hora, y con toda la noche por delante, llenaba el recinto. Tomás tenía muchos amigo y Daniel era uno de ellos; pero no uno más.

Cuando lo vio, era otro hombre. Vestido de riguroso luto, se veía más joven, más radiante. No era lo que esperaba. «Zorro, tiene una amante», pensó maliciosamente. Ambos se miraron y un abrazo fuerte de hombres maduros, aterrizó el pensamiento de Daniel: «Gracias por venir, hermano… Pero ven… Aquí está Christian y el negro Barreto. Neyra y Caballo loco.»

Todas las clases universitarias, las exposiciones, los trabajos de amanecida en los tiempos de estudiantes universitarios, volvieron como si apenas hubiera sido ayer.
Daniel se enteró Esther murió de cáncer al colon. Que desde que la detectaron, nadie se enteró. Ella no quería lástima de nadie. Ambos la pasaron solo. Que los últimos meses fueron espantosos. «El cáncer, dijo el negro Barreto, no pone a prueba a quien lo padece, sino a quienes están alrededor… Es como cuando un barco se hunde: solo quienes te aman, permanecen contigo… Y solo las ratas huyen primero.» Barreto tenía la voz de la convicción y la rabia. Daniel prefirió no ahondar el tema, porque en tales circunstancias, podemos abrir heridas no cerradas y es preferible dejarlas ahí.

Al fin, Tomás se acercó al grupo. Daniel se adelantó: «La vi, Tomás, está bella. No perdió el pelo y el maquillaje la puso tan bonita que cuando andábamos juntos….» Tomás se alegró: «Ella me pidió eso. Sabía que vendrían y quería que la recordaran como los tiempos de las clases…» El viudo hablaba tranquilo, sereno, pausado, sin emociones negativas…. Algo raro sucedía y a Daniel, lejos de sentir un escalofríos por tamaña indiferencia al dolor, se atrevió a preguntar: «¡Debe ser doloroso perder a la mujer que amas», no sin sentir una sensación de querer expresar: “tienes tu calentado, tu anticucho, tu chicharrón por ahí”.

-          Amo a mi esposa como nadie. Ella es todo para mí, pero ahora debe ser más feliz que yo, y yo soy feliz por eso.
Tomás habló de muchas cosas. Que el dolor que sentía era brutal; pero que era una emoción. Que el sentimiento de amor, bondad; la paciencia adquirida en los meses de estar a su lado, lo había hecho valorar la vida, pero también a valorar aún más la muerte, como una meta. Que de alguna forma, la sumatoria de nuestros actos nos conducirán ahí: «Ella lo era todo, y nos dejó con mucho más, como para que su ausencia no se sienta», dijo al final.

Daniel no podía imaginarse estar en el lugar de Tomás. Con su separación y el divorcio en trámites. Con tres hijos a los que no ve, le daba vergüenza hablar de su vida. Estaba maduro, tenía experiencia, pero aún no sabía responder a la presión de la vida. Era muy consecuente y sabio para otros, quizás para dar un consejo. Pero Daniel no se veía al espejo y hablaba con él mismo. Se dio cuenta que no era bueno ni bondadoso. Tenía tanta rabia y cólera dentro, que solo la autoestima o la sobrestima quizás, podían hacerlo avanzar ahora; después de eso, nada… Fue cuando le saltaron unas lágrimas que disimuló con un bostezo. Tomás lo miró y continuó.

-          Hay momentos es que es necesario perdonar. Yo perdoné a Dios primero, aceptando que hasta él se equivoca y tarde o temprano sabré si fue para bien o para mal. Luego me perdoné a mí, por dudar. Luego perdoné a cada uno de los que hicieron algo en mi contra. Creo que ese orden es el adecuado para salir de la carga de la vida de otros, puesta sobre tus hombros.
Tomás construía con palabras lo debía hacer. Daniel fue al baño, se miró al espejo. Empezó a hablar consigo mismo. Durante mucho tiempo había decidido apagar sus sentimientos. Su separación lo había devastado, destrozado el alma y lo único a lo que había atinado era apagarse, y llenarse de autoestima. El espejo le decía lo contrario. Aunque estaba más joven y fuerte para su edad, estaba solo. Por primera vez sintió que estaba solo. Entonces: lloró como nunca lo había hecho.

Cuando salió del baño, nadie quiso comentar. Eran pasadas las doce de la noche y solo quedaban los viejos amigos. Decididos a amanecer con Tomás, fueron a sus autos y sacaron Piscos, galletas y piqueros. «Guajajajá, ¡como los viejos tiempos!», dijo ‘caballo loco’ Espino.
Daniel escuchaba atentamente hasta que el sol apareció con su amarillo metálico que solo se ve en la sierra y en la casa de Tomás. Le tocaba a él escuchar y poner en práctica esos consejos. Su vida estaba arruinada, pero tenía una vocación de constructor, que quizás esa era las respuestas para encontrar un propósito a todo. Daniel reflexionó: “Puedes encontrar vida en medio de la muerte… Que mientras estés vivo, hay una posibilidad”.

Sin querer, la expectativa de ver ese día, en ese lugar, el fin de algo, pudo darse cuenta de que podría ser el comienzo de muchas cosas. Entonces, sonrío como lo hacía Tomás y Tomás le devolvió la misma sonrisa. Todos empezaron a reír. Cantaba viejas canciones de Rock de los 80’. De pronto se percataron que estaban completamente borrachos, cantando, felices… «Y soy un loco, que se dio cuenta, que el tiempo es muy corto», y mientras cantaba los ojos de todos estaban rojos, casi llorando, pero todos seguían y cantaban sin parar… porque la felicidad es un decisión, y ellos había aprendido eso en aquel momento, tanto, que hasta Esther, dentro del ataúd, parecía sonreír también.

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