La esposa de Tomás Solórzano había muerto. Daniel los conoció siendo
estudiantes. Una pareja encantadora, llenos de sueños compartidos. Se compraron
un terreno en Chaclacayo y construyeron su vida ahí. “Velatorio en los jazmines
9976”. Todo un mundo de recuerdos, salidas en pareja, cine y playa juntos,
hasta que la distancia prevaleció entre su amistad y la simple acción de vivir.
Apenas terminó la clase, Daniel subió a su auto y emprendió viaje al este,
unos 30 kilómetros al otro lado de la dirección habitual. La carretera estaba
libre a esa hora, pasada de 10 de la noche, y estaría llegando en 30 minutos.
Daniel pensaba: «Una pareja envidiable, termina con uno de ellos, terminará con
ambos luego.» No quería pensar en la muerte porque todo el tiempo hacía lo
mismo. Después de los 50, es casi una obsesión para muchos y Daniel no era una
excepción.
Al llegar, no podía estacionar: toda la cuadra estaba llena, así que le
tomaría más tiempo ver a su amigo de los años universitarios. Cuando lo hizo,
vio la casa y, lo que recordaba como un lote cercado por una pared de adobe,
era todo lo contrario. Un muro blanco con tejas rojas. Al entrar, todo era
verde. Unos quinientos metros cuadrados de jardín. Un ranchito lleno de verde y
una casa, parecido a un pastel, en medio. Rodeado de ventanas de cristal, era
todo al revés: parecía un invernadero, pero el gras japonés, pequeño y verde;
los árboles frutales y las plantas que remataban en el zócalo de la casa,
contrastaban bellamente: la casa estaba en el centro de ese jardín, como si
fuera un paraíso.
Daniel miró con los ojos cansados y nubló la vista por un instante: era un
cuadro impresionista. Un jardín en medio de la gente que a esa hora, y con toda
la noche por delante, llenaba el recinto. Tomás tenía muchos amigo y Daniel era
uno de ellos; pero no uno más.Cuando lo vio, era otro hombre. Vestido de riguroso luto, se veía más joven, más radiante. No era lo que esperaba. «Zorro, tiene una amante», pensó maliciosamente. Ambos se miraron y un abrazo fuerte de hombres maduros, aterrizó el pensamiento de Daniel: «Gracias por venir, hermano… Pero ven… Aquí está Christian y el negro Barreto. Neyra y Caballo loco.»
Todas las clases universitarias, las exposiciones, los trabajos de
amanecida en los tiempos de estudiantes universitarios, volvieron como si apenas
hubiera sido ayer.
Daniel se enteró Esther murió de cáncer al colon. Que desde que la
detectaron, nadie se enteró. Ella no quería lástima de nadie. Ambos la pasaron
solo. Que los últimos meses fueron espantosos. «El cáncer, dijo el negro
Barreto, no pone a prueba a quien lo padece, sino a quienes están alrededor… Es
como cuando un barco se hunde: solo quienes te aman, permanecen contigo… Y solo
las ratas huyen primero.» Barreto tenía la voz de la convicción y la rabia.
Daniel prefirió no ahondar el tema, porque en tales circunstancias, podemos
abrir heridas no cerradas y es preferible dejarlas ahí.
Al fin, Tomás se acercó al grupo. Daniel se adelantó: «La vi, Tomás, está
bella. No perdió el pelo y el maquillaje la puso tan bonita que cuando
andábamos juntos….» Tomás se alegró: «Ella me pidió eso. Sabía que vendrían y
quería que la recordaran como los tiempos de las clases…» El viudo hablaba
tranquilo, sereno, pausado, sin emociones negativas…. Algo raro sucedía y a
Daniel, lejos de sentir un escalofríos por tamaña indiferencia al dolor, se
atrevió a preguntar: «¡Debe ser doloroso perder a la mujer que amas», no sin
sentir una sensación de querer expresar: “tienes tu calentado, tu anticucho, tu
chicharrón por ahí”.
-
Amo a
mi esposa como nadie. Ella es todo para mí, pero ahora debe ser más feliz que
yo, y yo soy feliz por eso.
Tomás habló de muchas cosas. Que el dolor que sentía era brutal; pero que
era una emoción. Que el sentimiento de amor, bondad; la paciencia adquirida en
los meses de estar a su lado, lo había hecho valorar la vida, pero también a
valorar aún más la muerte, como una meta. Que de alguna forma, la sumatoria de
nuestros actos nos conducirán ahí: «Ella lo era todo, y nos dejó con mucho más,
como para que su ausencia no se sienta», dijo al final.
Daniel no podía imaginarse estar en el lugar de Tomás. Con su separación y
el divorcio en trámites. Con tres hijos a los que no ve, le daba vergüenza
hablar de su vida. Estaba maduro, tenía experiencia, pero aún no sabía
responder a la presión de la vida. Era muy consecuente y sabio para otros,
quizás para dar un consejo. Pero Daniel no se veía al espejo y hablaba con él
mismo. Se dio cuenta que no era bueno ni bondadoso. Tenía tanta rabia y cólera
dentro, que solo la autoestima o la sobrestima quizás, podían hacerlo avanzar
ahora; después de eso, nada… Fue cuando le saltaron unas lágrimas que disimuló
con un bostezo. Tomás lo miró y continuó.
-
Hay
momentos es que es necesario perdonar. Yo perdoné a Dios primero, aceptando que
hasta él se equivoca y tarde o temprano sabré si fue para bien o para mal.
Luego me perdoné a mí, por dudar. Luego perdoné a cada uno de los que hicieron
algo en mi contra. Creo que ese orden es el adecuado para salir de la carga de
la vida de otros, puesta sobre tus hombros.
Tomás construía con palabras lo debía hacer. Daniel fue al baño, se miró al
espejo. Empezó a hablar consigo mismo. Durante mucho tiempo había decidido
apagar sus sentimientos. Su separación lo había devastado, destrozado el alma y
lo único a lo que había atinado era apagarse, y llenarse de autoestima. El
espejo le decía lo contrario. Aunque estaba más joven y fuerte para su edad,
estaba solo. Por primera vez sintió que estaba solo. Entonces: lloró como nunca
lo había hecho.
Cuando salió del baño, nadie quiso comentar. Eran pasadas las doce de la
noche y solo quedaban los viejos amigos. Decididos a amanecer con Tomás, fueron
a sus autos y sacaron Piscos, galletas y piqueros. «Guajajajá, ¡como los viejos
tiempos!», dijo ‘caballo loco’ Espino.
Daniel escuchaba atentamente hasta que el sol apareció con su amarillo
metálico que solo se ve en la sierra y en la casa de Tomás. Le tocaba a él
escuchar y poner en práctica esos consejos. Su vida estaba arruinada, pero
tenía una vocación de constructor, que quizás esa era las respuestas para
encontrar un propósito a todo. Daniel reflexionó: “Puedes encontrar vida en
medio de la muerte… Que mientras estés vivo, hay una posibilidad”.
Sin querer, la expectativa de ver ese día, en ese lugar, el fin de algo,
pudo darse cuenta de que podría ser el comienzo de muchas cosas. Entonces,
sonrío como lo hacía Tomás y Tomás le devolvió la misma sonrisa. Todos
empezaron a reír. Cantaba viejas canciones de Rock de los 80’. De pronto se
percataron que estaban completamente borrachos, cantando, felices… «Y soy un
loco, que se dio cuenta, que el tiempo es muy corto», y mientras cantaba los
ojos de todos estaban rojos, casi llorando, pero todos seguían y cantaban sin
parar… porque la felicidad es un decisión,
y ellos había aprendido eso en aquel momento, tanto, que hasta Esther, dentro
del ataúd, parecía sonreír también.
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